Orar con la vida de los santos

Laureano J. Benítez Grande-Caballero

 EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, 2006

3ª edición

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ÍNDICE DE LA PÁGINA

 

      Índice de la obra

      Resumen del libro

      Introducción

      Ver un capítulo

 

 

Índice

Introducción

1.- El camino de Damasco (la conversión)

  • Las señales de Dios

  • La conversión a través del sufrimiento

  • La determinación a la santidad

  • La santidad en la vida cotidiana

  • La llamada dentro de la llamada

  • El hijo pródigo

2.- Llama de amor viva ( la oración)

  • La Eucaristía: El encuentro personal con Jesús

  • La oración: una relación de amor

  • La noche oscura del alma

  • Vivir en la presencia de Dios

  • Cómo oraban los santos

  • El poder de la oración

3.- Las dos coronas (la abnegación del yo)

  • La puerta angosta: el sentido de la mortificación

  • Cargando con las pequeñas cruces

  • Los cimientos del castillo: la humildad

4.- El reino de la caridad fraterna

  • Amar es compartir

  • El hambre de amor

  • El valor de una sonrisa

5.- La vida oculta de Nazaret (la santidad en la vida diaria)

  • La vocación matrimonial

  • La santificación del trabajo

  • La santidad en nuestras relaciones con los demás

  • La alegría: «un santo triste es un triste santo»

6.- El monte de los santos (la Cruz)

  • El sufrimiento vicario

  • En la cima del Gólgota

  • Los héroes del amor

Epílogo

Bibliografía

 

Resumen de la obra

 

        "Orar con la vida de los santos" es una antología de hechos protagonizados por los santos, en los cuales se ponen de manifiesto los valores, principios y actitudes que tuvieron en su vida aquellos personajes que la tradición cristiana ha considerado santos. El objetivo de esta antología es demostrar que es posible vivir la santidad en la vida diaria, en medio de nuestras ocupaciones, a pesar de nuestras limitaciones y de las dificultades que implica el compromiso por ser santos. Por ello, en esta obra no figuran aquellos actos considerados "milagrosos", ya que estos hechos pertenecen a una dimensión especial que escapa de la cotidianeidad, y que sobrepasa el marco normal de la vida cristiana.

        El libro es eminentemente práctico, en el sentido de que su núcleo central es exponer actos de la vida diaria de los santos, tal y como ocurrieron, engarzándolos entre sí mediante unas breves y sencillas reflexiones que pueden ayudar a situarlos en el contexto de nuestra vida diaria. No es, por tanto, una obra teórica, que contenga una teología elaborada, ya que su pretensión última es servir como material de reflexión para impulsar nuestra vida por el camino de la santidad, y, asimismo, proporcionar hechos con "mensaje" que pueden animar nuestra vida de oración.

        Este conjunto de hechos está estructurado en seis capítulos, en cada uno de los cuales se recogen aquellos que se refieren al mismo ámbito de la vida de fe, desde el punto de partida de la conversión --arranque del camino de la santidad--, hasta el punto de llegada del sacrificio --la Cruz--, meta final de la vida de muchos santos. El itinerario propuesto refleja las diversas etapas que atravesaron en su camino de santidad aquellos gigantes de la espiritualidad que la tradición y el magisterio de la iglesia consideraron santos, configurando así lo que podría ser un "retrato robot" de un santo: el primer paso es la conversión, considerada como un "flechazo" que lleva al alma a enamorarse apasionadamente de Cristo; después, la oración, que lleva al santo a amar a Dios en la intimidad de su corazón; en tercer lugar, la abnegación, la mortificación y el renunciamiento, que hace abrazar al santo una vida de pobreza y austeridad; despojado de todo apego, el santo practica la caridad con sus semejantes; durante todo este periplo vital, el santo practica las virtudes en su vida diaria, en sus tres ámbitos fundamentales: familia, trabajo, relaciones con sus semejantes; finalmente, el camino de la santidad llevará al santo al Gólgota, al monte de la Cruz, donde consumará su sacrificio por amor, su entrega radical por la salvación de sus hermanos.

 

Introducción

   

«Muchos creyentes se sienten atormentados, porque los hechos de la Salvación o nunca les han impresionado, o ya no les impresionan tanto como debieran, pues ya no conservan para sus vidas la fuerza formativa de otros tiempos. La lectura de la vida de los santos les hace volver a la realidad y ver que donde la fe es en verdad vivida, allí la doctrina de la fe y las grandes obras de Dios constituyen el núcleo de la vida. Cuando un alma santa acepta así las verdades de la fe, éstas se le convierten en la ciencia de los santos». (Edith Stein, santa Teresa Benedicta de la Cruz)

«Nada hay tan útil para aleccionar al pueblo de Dios como el ejemplo de los santos, porque, si bien es cierto que la elocuencia es muy importante para exhortar y en ocasiones es eficaz para persuadir, no lo es menos que los ejemplos son más poderosos que las palabras, y que una buena obra enseña más que un discurso». (san Agustín)

  La historia de la Iglesia es, en gran medida, la historia de sus santos. Incluso se podría decir que la finalidad de la Iglesia es convertir en santos a todos sus miembros, si por santos entendemos aquellos que llegan a ser verdaderos imitadores de Cristo. Así, al menos, lo entendían los primeros cristianos, hasta el punto de que San Pablo usa la palabra “santos” para referirse a todos los fieles (2 Cor. 13,12; Ef. 1,1). Este sentido se trasluce también en aquella frase que define a la Iglesia como un “Pueblo de Sacerdotes”.

Dios ha llamado a todos los hombres a ser santos: «Sean santos... porque Yo, el Señor, soy santo» (Lev. 19,2; Mt. 5, 48). Ser santo es participar de la santidad de Dios. Cristo vino al mundo para mostrarnos esa santidad divina, y el camino para alcanzarla.  

    Edith Stein                  

Para san Pablo, la santidad es la plena madurez del hombre, es el hombre plenamente realizado. Pero esta santidad es algo que tenemos que conseguir aquí, en la tierra, en la vida presente, aunque sólo adquiera su perfección en la eternidad del cielo.

«Dios tiene un final destinado para la humanidad: la santidad. Su meta exclusiva es la producción de santos». (Oswald Chambers)

 

Si Cristo es el único modelo de santidad, y los santos le imitaron, de aquí se deduce que ellos son también modelos, pues nos enseñan que es posible vivir el Evangelio, evitando así adaptarlo a nuestra comodidad y a las desviaciones de la cultura. Podríamos decir que, así como Jesús afirmaba que «quien me ve a Mí ve al Padre que me envió» (Jn.12, 45), quien ve a los santos ve también al Cristo que vive en ellos.

«Si Jesucristo resucitado está vivo, debe habitar en alguna parte y se debe poder encontrar su dirección, para encontrarle y tomar contacto con Él, si no afirmar la resurrección de Jesús significaría una entelequia. Ciertamente, hay lugares privilegiados donde se le puede encontrar, estoy pensando en particular en la Eucaristía y en el Evangelio: pero me pregunto si daría enseguida estas dos direcciones a uno que me preguntase y me confesarse su deseo de “ver” a Cristo.

Creo que si Jesús está vivo hoy, se le puede encontrar en ciertos hombres a los que se llama santos, que pueden decir, como San Pablo: «No vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2,2). Es a esos hombres a quienes hay que encontrar primero, verlos vivir y, después, leer el Evangelio para darse cuenta de cómo funciona un santo, es decir, un hombre que vive a Cristo resucitado». (Jean Lafrance, Mi vocación es el amor, p. 8)

El santo imita a Cristo practicando la virtud en grado heroico. Esta virtud heroica es el criterio que determina la santidad a los ojos de la Iglesia, aunque para su formalización canónica haga falta la constancia de los milagros. Sin embargo, el calificativo de heroica no quiere decir que esta virtud esté destinada a ser practicada solamente por unos pocos superdotados.

«Virtud heroica no quiere decir que el santo sea una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Quiere decir, por el contrario, que en la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo. Quizá, en el fondo, se trate de una cuestión terminológica, porque el adjetivo “heroico” ha sido con frecuencia mal interpretado: virtud heroica no significa exactamente que uno hace cosas grandes por sí mismo, sino que en su vida aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. Con otras palabras, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad.

Quien tiene esta vinculación con Dios, quien mantiene un coloquio ininterrumpido con Él, puede atreverse a responder a nuevos desafíos, y no tiene miedo; porque quien está en las manos de Dios, cae siempre en las manos de Dios. Es así como desaparece el miedo y nace la valentía de responder a los retos del mundo de hoy». (Cardenal Joseph Ratzinger ¾S.S Benedicto XVI¾, L'Osservatore Romano, 6 de octubre de 2002)  

Santa Teresa de Lisieux explicaba así, con su habitual sencillez, en qué consiste la virtud heroica que es la base de la santidad: la abnegación.

«La santidad no consiste en esta o aquella práctica, sino que consiste en una disposición del corazón que nos hace humildes y pequeños entre los brazos de Dios, conscientes de nuestra debilidad y confiados hasta la audacia en su bondad de Padre.

Siempre he deseado ser santa, pero, cuantas veces me he comparado con los santos, siempre he comprobado que entre ellos y yo existe la misma diferencia que entre una montaña cuya cima se pierde en los cielos y el oscuro grano de arena que a su paso pisan los caminantes.  

Pero, en vez de desanimarme, me he dicho mi misma: Dios no podría inspirar deseos irrealizables; por lo tanto, a pesar de mi pequeñez, puedo aspirar a la santidad.

Acrecerme es imposible; he de soportarme a mi misma tal y como soy, con todas mis imperfecciones».

    Estas palabras dejan entrever asimismo que el camino de la santidad, aunque requiera heroísmo, está abierto para todos nosotros, no sólo como invitación, sino como exigencia, y es un error pensar que sólo incumbe a las personas consagradas, que es una “cosa de curas y monjas”. Desde el concilio Vaticano II se advierte una corriente dentro de la Iglesia que busca reconocer y alentar la santidad de los laicos. Hilarie Belloc escribió: «Los hombres y mujeres conversos son, quizás, el actor principal del creciente vigor de la Iglesia Católica en nuestro tiempo».

«Tienes obligación de santificarte. Tú también. ¿Quién piensa que ésta es labor exclusiva de sacerdotes y religiosos? A todos, sin excepción, dijo el Señor: “Sed perfectos, como mi Padre Celestial es perfecto”.

Todo hombre y toda mujer está llamado a amar a Dios con todo su corazón y con toda su mente y con toda su alma, y a amar a su prójimo como a sí mismo, no como una simple posibilidad teórica, sino como una realidad práctica. Dios llama a todos los bautizados a la plenitud de la santidad». (san José María Escrivá de Balaguer)

Santiago Martín, en su obra Los santos protectores, abunda en la misma idea:

    «Con frecuencia, antes y ahora, hay gente que identifica la santidad con la extravagancia. Es como si el modelo de santidad para el cristiano fueran esos faquires indios que duermen sobre clavos, tragan sables y escupen fuego. Es cierto que en nuestro santoral hay hombres extraordinarios ¾como San Pedro de Alcántara, que apenas dormía y del que santa Teresa decía que parecía hecho de raíces¾, pero también es cierto que han existido otros hombres, como Juan XXIII, que han demostrado que se puede amar a Dios hasta el extremo sin ser un figurín o un modelo de ascética y penitencia.  

        En cualquier situación en que nos hallemos podemos ser santos. Por lo tanto, no debemos pensar que para alcanzar la santidad necesitaremos que tal o cual circunstancia de la propia vida desaparezca, que tal o cual persona modifique su carácter o su comportamiento hacia nosotros. No debemos pensar que conseguiríamos ser mejores si tuviéramos más cultura, si hubiéramos nacido en otra familia y nos hubieran dado una formación cristiana más esmerada. Más aún, no deberíamos creer que podríamos ser santos si desaparecieran ciertas tentaciones ante las que sucumbimos con frecuencia, o si la naturaleza nos hubiera dotado con un mejor carácter, o si pudiéramos encontrar el tiempo que no tenemos para rezar más.

        Con lo que tienes, tienes que ser santo, tienes que luchar por ser lo mejor posible, por más que probablemente nunca logres ser perfecto. Porque, en realidad, ser santos no siempre consiste en ser perfectos o, al menos, no siempre consiste en tener la perfección del que nunca ha cometido ningún tipo de pecado».

Vivir la santidad en medio del mundo no es fácil, pero esto no debe servir de excusa para dejar de intentarlo, para rendirnos de antemano. Lo que Dios nos pide no es el éxito, sino nuestra fe sincera, nuestro esfuerzo perseverante y nuestra actitud de entrega.

«Cuando Cristo dice: “Venid a Mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados (Mt.. 11, 28), se lo está diciendo a los que están fatigados y no pueden seguir tratando de practicar la ley sin conseguirlo, y no a los que descansan. Pero hay que tratar de hacerlo, sin embargo, y quererlo.

»He aquí el problema práctico: “No hago el bien que debería hacer; y hago el mal que no quiero (Rm. 7, 15). Frente a esta imposibilidad práctica, se da la tentación de confesar: “No puedo”. Esta confesión muchas veces no es sino la ocultación del verdadero motivo por el que rehuimos el camino de la santidad:  “No quiero”.

»Si la confesión de nuestra impotencia es sincera, demuestra falta de fe y de confianza: lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios (Mt.. 18,3). Cuando no conseguimos renunciarnos en un punto ¾por ejemplo, la cólera, la impureza o la intemperancia¾, hay que intentarlo, sin embargo, sabiendo que no se trata de tener éxito. La frontera está trazada entre los que lo intentan y los que no lo intentan. Entre dos personas que obtienen los mismos resultados, puede haber un abismo: están los que quieren renunciar y no pueden, y están los que se las arreglan para quedarse tranquilos. A fuerza de enfrentarse con el espectáculo de su debilidad, se duermen en una seguridad hipnótica: “¡Dios no pide tanto!”, dicen, y con esta expresión se han cerrado el camino a su santificación». (Jean Lafrance, Mi vocación es el amor, págs. 165-166).

Acabamos esta introducción con unas palabras reveladoras del cardenal Rouco Varela, pronunciadas durante la apertura del proceso de canonización de una mujer seglar. En ellas se hace un llamamiento claro a vivir la santidad en la vida ordinaria, el cual es el objetivo de la presente obra, por lo que estas palabras pueden ser un fiel resumen de su contenido:

 

«Uno se pregunta por qué este interés de la Iglesia en la actualidad por el reconocimiento de la santidad en los seglares. En los distintos campos de la vida, de la existencia del hombre, en el desarrollo de la sociedad, en la configuración de la cultura, de los grandes debates..., en todas las profesiones y a través de todas ellas, si de verdad en esos campos y en esos espacios parciales que configuran la totalidad de lo humano hay santos, toda la realidad que ellos, a través de su profesión, tocan, manejan y guían, quedará también tocada por la santidad de los que viven su vocación como santos o con vocación de santidad.

»Es posible que en los siglos XX y XXI sea más necesario que en otras épocas de la historia reconocer la vocación a la santidad como vocación específica y típica de los seglares. No sé si porque vivimos un tiempo en la historia de la Iglesia en que lo no santo, las fuerzas en las que se presenta, se desarrolla y actúa el poder del mal, del pecado, son tan terribles, tan increíblemente fuertes. El reto a Cristo es tan total, tan radical, tan ordinario, tan planteado desde todos los rincones de la vida, que parece como si la Iglesia, sus hijos y sus hijas, estuviesen llamados a responder a ese reto con un sí radical, total, concreto al Señor y a su seguimiento, y que lo deban vivir en todos los ámbitos de la vida y de la historia de donde surge la oposición a Cristo.

»Santos, la Iglesia los ha necesitado siempre, los ha habido siempre. Los ha habido siempre en todas las profesiones y los ha habido también, evidentemente, a través de aquellas vocaciones que están vinculadas al servicio y al ministerio de la presencia de Cristo entre los suyos, y ha necesitado también la santidad de los seglares, muchas veces anónima, desconocida, no reconocida después oficialmente. Hoy los necesita reconocidos, subrayados y afirmados explícitamente. Santos, muchos, en medio de la historia humana, porque el pecado es fuerte, grande, poderoso, retador».

 

 

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