El Padre Pío

Hechos extraordinarios del santo de los estigmas

Laureano Benítez Grande-Caballero

Óscar Peña Mayoral

Editorial Desclée de Brouwer, 2015

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Otras obras del autor en: www.grandecaballero.com 

Más información sobre el Padre Pío en: www.santopadrepio.com

 

 

 

Extracto del libro

 

Leyendo la mente

El Padre Pío estaba rezando y meditando. Fray Daniele Natale estaba arrodillado cerca de él. Deseando comprobar si el Padre Pío era realmente capaz de leer su mente, le preguntó mentalmente que ofreciera al Señor sus oraciones. El Padre Pío asintió con la cabeza.

Pero seguía sin estar convencido, así que volvió a hacerle mentalmente la petición. El Padre Pío volvió a asentir. Aún dudaba, pues pensaba que necesitaba una prueba más clara.

En ese momento el Padre Pío se volvió hacia él, y le dijo en voz alta: «¿Estás satisfecho ahora?»

 ¿Cómo lo sabía?

El cardenal Giuseppe Siri informó el 23 de septiembre de 1975, en el transcurso de una homilía: «Yo había estado dudando durante mucho tiempo acerca de una decisión que debía tomar. No había hablado con nadie sobre ello. Un día recibí un telegrama del Padre Pío en el que me explicaba qué hacer. Seguí el consejo al pie de la letra y todo terminó bien. ¿Cómo lo supo? Nunca he entendido cómo este hombre podía saber lo que estaba pasando por mi mente».

Deseo cumplido

Eran muchísimas las personas que querían confesarse con el Padre Pío, por lo cual que crearon un registro para inscribirse. Después, la gente tenía que volver a casa y esperar a que les llamaran por teléfono. Para los hombres la espera llevaba alrededor de un mes; para las mujeres, de 10 a 12 semanas.

Todo el proceso fue muy estricto, y no había manera de conseguir acortar los tiempos de espera. Las personas inscritas iban cada mañana para comprobar el libro de reserva. Luego, avisaban al penitente cuando su turno era de 2-3 días.

Por un error, Gaetana Caccioppoli acudió a confesarse con el Padre Pío, pues cuando estaba en la fila se enteró consternada que había cometido un error en la fecha, ya que su turno estaba fijado realmente para la semana siguiente.

Salió de la Iglesia apesadumbrada, y se sentó en un banco de la plaza. Rumiando sus pensamientos, se dirigió al Padre Pío mentalmente, pidiéndole que enviara a buscar por ella para la confesión. No habían transcurrido ni cinco minutos cuando un fraile que había salido de la iglesia se le acercó:

―¿Signora Caccioppoli? El Padre Pío la está esperando: dice que es su turno para confesar.

 La mujer se dirigió hacia el fraile, a pesar de sus piernas temblorosas. Entró en el convento, y se confesó con el Padre Pío.

Debajo del colchón

Una señora que sufría de terribles jaquecas decidió poner una foto del Padre Pío debajo de su almohada, con la esperanza de que el dolor desapareciera. Al ver que después de varias semanas el dolor no remitía, decidió “vengarse” del Padre Pío: «Pues mira, Padre Pío, como no has querido quitarme la jaqueca te pondré debajo del colchón como castigo». Y así lo hizo.

Meses después acudió a San Giovanni Rotondo para confesarse con el Santo. Nada más arrodillarse, el Padre Pío la miró fijamente y,  dando un ruidoso golpe, cerró la rejilla del confesionario. La señora quedó asombrada ante aquel gesto. Enseguida, la rejilla se abrió, y el Padre Pío le dijo con una sonrisa: «No te gustó ¿verdad? ¡Pues a mí tampoco me gustó que me pusieras debajo del colchón!».

Bombardeo en Rímini

Francesco Cavicchi y su esposa visitaron al Padre Pío en junio de 1967. Él se había confesado tres días antes, pero quería confesarse con el Padre Pío de todos modos. La regla era esperar al menos siete días. Él se puso en la fila, y cuando fue su turno el Padre Pío le llamó y le dijo: «Continuemos, hijo mío: te he estado esperando mucho tiempo».

Padre Pío empezó la confesión preguntando, como era habitual en él: «¿Cuántos días han pasado desde la última confesión?»

Francesco dijo que no podía recordar, y entonces el Padre Pío le reprochó: «Tienes poca memoria, ¿no? Pero déjame preguntarte esto: ¿recuerdas el bombardeo en Rímini muchos años atrás? ¿A que recuerdas el refugio antiaéreo? ¿Recuerdas el trolebús? Pero… ¿Por qué te estoy pidiendo que retrocedas en el tiempo, si ni siquiera puedes recordar lo que hiciste hace menos de una semana?».

En ese momento, Francesco comenzó a recordar que en noviembre de 1943, cuando tenía 28 años de edad, viajaba en un trolebús con una decena de otras personas, entre ellas un monje de mediana edad. Las bombas empezaron a caer. Francesco tuvo dificultades para bajar del autobús y llegar al refugio antiaéreo, y llegó a pensar que estaba a punto de morir. El monje le ayudó.

Una vez en el refugio, el capuchino comenzó a recitar el rosario, inspirando calma y la confianza a todo el mundo. Después de que las sirenas dieron la señal de que  todo estaba despejado, el monje capuchino fue el primero en marcharse.

De repente, Francesco dijo:

―¿Era usted el monje?

―Bueno… ¿quién pensabas que era? ―respondió el Santo

  Para quitarse el sombrero

Había en Roma un hijo espiritual del Padre Pío que había tomado la costumbre de quitarse el sombrero cada vez que pasaba por delante de una iglesia, por respeto a la Eucaristía. Pero un día se fue en compañía de unos amigos mundanos y juerguistas y, mientras pasaba con ellos delante de una iglesia, le daba vergüenza quitarse el sombrero. Inmediatamente sintió un silbido en el oído, a la vez que oía claramente la palabra «cobarde».

Cuando fue a San Giovanni Rotondo y se reunió con el Padre Pío, éste le dijo: «¡Estás advertido! Esta vez no recibiste una reprimenda, pero la próxima vez te daré una bofetada».

Una respuesta perfumada

Un matrimonio polaco que residía en Inglaterra le mandó una carta al Padre Pío, pero no obtuvo respuesta. Ante esto, decidieron ponerse en camino. Se encontraban en Berna cuando dudaron de si seguir el viaje o no, pues les habían llegado noticias de que el Padre Pío no recibía nadie a por orden de sus superiores.

Ya habían decidido interrumpir el viaje, cuando la habitación se inundó repentinamente de un perfume maravilloso, del cual no fueron capaces de descubrir su fuente, por más que indagaron. Creyéndolo una señal, decidieron continuar con su viaje.

Al llegar a San Giovanni Rotondo, el Padre Pío les recibió inmediatamente:

―Le escribimos una carta, pero como no recibimos respuesta...

―¿Como que no os he respondido?: ¿no habéis notado nada esta noche en el albergue suizo?

Poniendo límites

Un ciego de Lecco rogó al Padre Pío para que pudiera recobrar la vista, «aunque fuera solamente de un ojo», para que pudiera volver a ver los rostros de sus seres queridos. El Padre Pío le preguntó varias veces: «¿Sólo de un ojo?». Luego le pidió que tuviera buen corazón, y le comunicó que iba a orar por él.

Algunas semanas más tarde el hombre regresó llorando para agradecer al Padre Pío, porque había recobrado la vista. El santo le dijo: «¿Así que usted está viendo otra vez con normalidad?». El hombre respondió: «Sí, sólo con éste ojo, con el otro no».

«Ah, sólo de un ojo… ―concluyó el Padre Pío―… Que esto te sirva de lección: nunca pongas límites a Dios… ¡pide siempre la gracia completa!».

Un «San Giovanni Rotondo» en Rumania

(Una increíble historia de conversión)

En el año 2002 se le diagnosticó a Lucrecia Tudor  un cáncer terminal de pulmón, pronosticándole tan sólo unos meses de vida. Lucrecia tenía un hijo llamado Víctor, sacerdote ortodoxo rumano, que al saber la enfermedad de su madre llamó a su hermano Mariano, pintor especializado en iconografía que residía en Roma, con la esperanza de que conociera a algún especialista que pudiera tratar a su madre. Mariano contactó con uno de los mejores médicos del mundo en su especialidad, el cual también desahució a Lucrecia,  limitándose a prescribirle una medicación que mitigase sus dolores.

Para que pudieran hacerla más controles, Lucrecia se quedó un tiempo en Roma con su hijo Mariano, el cual se encontraba trabajando haciendo un mosaico para una iglesia. Mientras su hijo trabajaba, Lucrecia visitaba el templo y veía las imágenes. Entre éstas, le llamó mucho la atención una imagen del Padre Pío que estaba colocada en una esquina. Al preguntarle a su hijo, éste le contó brevemente su historia, y desde entonces permanecía siempre sentada frente a la imagen del Santo. Incluso hablaba con la imagen, como si estuviera hablando con alguien que estuviera allí presente.

Así transcurrieron dos semanas, tras las cuales Lucrecia y Mariano fueron al hospital para someterse a otra prueba. Para asombro de los médicos y de ellos mismos, no había ni rastro del cáncer terminal.

Ante aquel milagro, Víctor empezó a leer sobre el Santo, y le contó todo lo sucedido a sus parroquianos, que se unieron a su párroco en su interés por conocer la figura del Santo de Pietrelcina.

Por si fuera poco, otros enfermos de la parroquia también fueron sanados por intercesión del Padre Pío. El resultado final fue que la parroquia entera, con casi 350 feligreses, se pasó al catolicismo, concretamente al rito greco-católico. Su conversión fue tan extraordinaria, que incluso levantaron un templo en honor del Padre Pío, a pesar de las numerosas trabas y dificultades que encontraron para su construcción. Incluso han construido un pequeño hospital para enfermos terminales, con lo cual Víctor y sus feligreses han creado en Rumania un pequeño «San Giovanni Rotondo».