Cuentos modernos

                                                                    Selección de cuentos perteneciente al libro

Los cuentos del peregrino

Laureano J. Benítez 

Grande-Caballero

Ed. Liber Factory, 2014

Otras obras del autor en: http://www.laureanobenitez.com 

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Extracto del CAPÍTULO 3

 

Progreso innecesario 

Un hombre pasaba todos los años sus vacaciones en un remoto lugar de las Montañas Azules de Virginia, y un otoño, al regresar a Nueva York, llevó a una vecinita de 11 años para que conociera la metrópoli. Florela no había salido nunca de sus montañas nativas y aquella visita constituyó una verdadera aventura para ella. Fueron a la Estatua de la Libertad, cruzaron en el ferryboat hasta Staten Island, visitaron el espléndido trasatlántico Queen Mary, comieron con palillos en el barrio chino, subieron hasta la azotea del Empire State Building, vieron una función en el teatro de Radio City. En la Quinta Avenida compró a la chiquilla un vestido adorable.

Desde el principio hasta el fin Florela se portó admirablemente: seria, un poquito encogida, pero siempre adaptándose gustosa al torbellino metropolitano. La última noche de su visita estuvo con aquella niña de las montañas en una ventana que miraba al Parque Central, contemplando esas otras montañas de ventanas iluminadas que se alzaban en la distancia contra el cielo oscuro. De repente, pensó si Florela estaría comparando esa brillante escena y todo lo de la semana que acababa de pasar con las melancólicas montañas de su tierra.

—Bueno queridita —le preguntó—¿qué te ha parecido realmente Nueva York?

Sin la menor vacilación y con cierto aire de condescendencia, Florela le contestó:

—Muy bonito; pero, por supuesto, completamente innecesario.

 

El canto del grillo 

Un indio que vivía en una reserva fue a una ciudad cercana a visitar a un hombre blanco al que le unía una vieja amistad. Una ciudad grande, llena de coches, de ruidos, de multitud de personas apresuradas, era algo nuevo y desconcertante para el indio.

Iban los dos paseando por la calle cuando, de repente, el piel roja tiró a su amigo de la manga y le dijo:

—¡Párate un momento! ¿Oyes? ¡Escucho el canto de un grillo!

—¿Qué oyes un grillo? —el hombre blanco aguzó el oído. Después, sacudió la cabeza—. Yo lo único que oigo es el ruido del tráfico. Me parece que estás en un error, amigo, aquí no hay grillos... y, en el caso de que los hubiese, sería imposible escucharlos en medio de este estruendo.

Pero el indio avanzó unos pasos, quedándose parado ante la pared de una casa donde había una vid silvestre... ¡Allí estaba el grillo! Su amigo afirmó con la cabeza, a la vez que decía:

—Está claro que sólo tú podías oír al grillo. Tú eres indio, y los indios tenéis el oído más desarrollado que los blancos.

—No estoy de acuerdo con eso —respondió el indio—. Atiende, que te voy a demostrar algo.

Metió la mano en el bolsillo, sacó una moneda, y la dejó caer sobre la acera. Al oír su tintineo cuando chocó con el asfalto, todas las personas en varios metros a la redonda se volvieron, mirando a todos lados. El indio recogió la moneda, a la vez que decía:

—Nuestro oído no es mejor que el vuestro. Simplemente, cada uno oye  bien sólo aquello a lo que le da importancia.

 

La corrupción

Un carnicero advirtió que una anciana que solía comprarle nunca vigilaba la báscula. Al fin, un día le dijo: «A usted no parece importante si le robo o no».

«Oh, usted sería el más perjudicado si lo hiciera», respondió la cliente. «Yo sólo perdería unos pocos gramos de carne, pero usted se convertiría en un ladrón.

 

El mejor regalo

Un joven matrimonio entra en el mejor comercio de juguetes de la ciudad. Hombre y mujer se entretienen mirando, sin prisas, los juguetes alineados en las estanterías. Había muñecas que lloraban y reían, juegos electrónicos, oficinas en miniatura... pero no acababan de decidirse. Se les acerca una dependienta, y la esposa le dice:

—Mire, nosotros tenemos una niña pequeña, pero estamos casi todo el día fuera de casa y, a veces, hasta de noche.

—Es una cría que apenas sonríe —dijo el marido.

—Quisiéramos comprarle algo que la hiciera feliz —añadió la esposa—; algo que le diera alegría aun cuando no estemos nosotros y esté sola.

—Lo siento—sonrió la dependienta—, pero aquí no vendemos padres.

 

La cinta azul

Un niño de familia rica recibió muchos regalos por su cumpleaños. Acostumbrado como estaba a tener todo lo que deseaba, miró con indiferencia todo lo que le habían regalado. Al deshacer los paquetes, más aburrido que impaciente, tiró por la ventana una cinta azul con la que estaba envuelto un regalo.

La cinta fue a parar a la calle, a los pies de Juan, un niño despierto, de ojos asombrados, pies descalzos y hambre suficiente para cuatro.

Juan pensó que aquello era un regalo maravilloso, lo mejor que le había ocurrido en la última semana. Pensó que era la cinta con la que se amarran las botellas de champaña a la hora de bautizar los maravillosos barcos que dan la vuelta al mundo.

Pensó que sería un bonito lazo para el pelo de su madre, si su madre viviese.

Pensó que haría muy bonito en el cuello de su hermana, si tuviera una hermana.

Pensó que le gustaría usarla para pasear a su perro, si era capaz de encontrarlo, pues estaba viejo y desaparecía a veces.

Pensó que no estaría mal para sujetar por el cuello a la tortuga que quería tener.

Pensó, al fin, que bien podía ser un fajín de general. Y empezó a desfilar al frente de sus soldados.

Los que le vieron pasar pensaron que era un niño seguido de nadie, excepto por un perro sin rabo.

Y mientras Juan desfilaba, el niño rico seguía aburriéndose.

 

 

Una compañía desagradable

 

El 14 de Octubre de 1998, en un vuelo trasatlántico de la línea aérea British Airways tuvo lugar el siguiente suceso.

 

A una dama la sentaron en el avión al lado de un hombre de raza negra. La mujer pidió a la azafata que la cambiara de sitio, porque no podía sentarse al lado de una persona tan desagradable. La azafata argumentó que el vuelo estaba muy lleno, pero que iría a revisar a primera clase a ver por si acaso podría encontrar algún lugar libre. Todos los demás pasajeros observaron la escena con disgusto, no sólo por el hecho en sí, sino por la posibilidad de que hubiera un sitio para la mujer en primera clase. La señora se sentía feliz y hasta triunfadora, porque la iban a quitar de ese sitio y ya no estaría cerca de aquella persona.

Minutos más tarde regresó la azafata y le informó a la señora:

—Discúlpeme señora: efectivamente, todo el vuelo está lleno... pero, afortunadamente, encontré un lugar vacío en primera clase. Sin embargo, para poder hacer este tipo de cambios le tuve que pedir autorización al capitán. Él me indicó que no se podía obligar a nadie a viajar al lado de una persona tan desagradable.

La señora, con cara de triunfo, intentó salir de su asiento, pero la azafata se lo impidió, a la vez que le decía al hombre de raza negra:

—Señor, ¿sería usted tan amable de acompañarme a su nuevo asiento?

Todos los pasajeros del avión aplaudieron satisfechos la acción de la azafata.

 

 Al pie de la letra

Un hombre viajaba tranquilamente en su coche. De repente, al entrar en una curva peligrosa, se encontró con otro coche que salía de ésta dando volantazos y viniendo hacia él de manera muy peligrosa. Al pasar a su lado casi rozando, su conductor gritó:

¾¡Cerdo!

El primer hombre, indignado, le respondió con otro insulto y continuó como pudo,  entrando en la curva con dificultades. Pero al salir de ella se encontró de inmediato con un enorme cerdo que no pudo esquivar, y al que golpeó, saliéndose de la carretera y quedando tirado en la cuneta.

 

No es lo que parece

Un fin de semana, un matrimonio que navegaba en su embarcación a vela  arribó a un pequeño puerto, donde atracaron para pasar la noche. Junto a ellos había fondeado un yate, a bordo del cual se encontraban dos bellísimas jóvenes en bikini y dos hombres, ya maduros, de «generosa» anatomía. Mientras las chicas retozaban alegremente, indiferentes a las miradas curiosas de los ocupantes de las demás embarcaciones, ellos, sentados en la toldilla, tomaban felices unas copas.

«¡Cualquiera sabe dónde estarán ahora sus esposas!», comentó su mujer.

La fiesta se prolongó hasta bastante avanzada la noche.

A la mañana siguiente, tras haber dormido escasas horas, se levantaron y echaron una mirada de disgusto hacia lo que suponían un antro de iniquidad flotante.

Todo estaba tranquilo, pero al extremo del mástil una leve brisa hacía ondear una banderola en la que se leía: «FELIZ DÍA DEL PADRE».

 

Señora de Ibáñez

Dos médicos jóvenes estaban atendiendo a una señora, haciéndola una revisión: «Ahora, Teresa, acuéstese para que podamos examinarla». Los médicos conversaban mientras trabajaban, llamándose uno al otro por sus nombres de pila, Eduardo y Roberto. Cuando la señora respondía a sus preguntas, también les llamaba por sus nombres.

En el momento de retirarse, uno de ellos se dirigió a la mujer y le dijo en voz baja y condescendiente:

—¿Sabe, Teresa? Los médicos estudiamos y trabajamos mucho durante años para aprender nuestra profesión. Nos gustaría, pues, que se dirigiera a nosotros llamándonos «doctor».

La señora puso su mano en el brazo del facultativo y le dijo:

—Estuve casada durante 32 años con un hombre maravilloso. Educamos a una hija maravillosa y, créame, también yo estudié y trabajé denodadamente para llegar a ser una buena esposa y madre. Por tanto, le propongo que hagamos un trato: llámeme «señora de Ibáñez», y le prometo llamarle «doctor».

 

Un mundo perfecto

Una familia va de excursión al campo. A mediodía, estaban comiendo unos ligeros tentempiés cuando, de pronto, ven que la familia del coche estacionado cerca de ellos se pone a preparar su almuerzo. Nunca habían visto tanta eficiencia y organización: la madre sacó una mesa plegable, un mantel, cubiertos, platos y un surtido de viandas; el padre extrajo papel, leña seca y carbón de una caja y, con mucha parsimonia, preparó el asador.

Luego habló unos segundos con su hijo, que se acercó a los asombrados espectadores y, con voz muy educada, dijo:

—Disculpen ustedes, pero dice mi papá que si podrían hacernos el favor de darnos un fósforo.

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